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Actualizado: 28 de julio de 2025
A las ocho, después de servir á todos sus clientes, Pepeta se vió cerca del barrio de Pescadores. Como también encontraba en él despacho, la pobre huertana se metió valerosamente en los sucios callejones, que parecían muertos á aquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de estómago delicado.
Sentáronse los siete jueces en el viejo sofá; corrió de todos los lados de la plaza la gente huertana para aglomerarse en torno á la verja, estrujando sus cuerpos sudorosos, que olían á paja y lana burda, y el alguacil se colocó, rígido y majestuoso, junto al mástil rematado por un gancho de bronce, símbolo de la acuática justicia.
A la sombra de los altos plátanos funcionaban las peluquerías de la gente huertana, los barberos de «cara al sol». Un par de sillones con asiento de esparto y brazos pulidos por el uso, un anafe en el que hervía el puchero del agua, los paños de dudoso color y unas navajas melladas, que arañaban el duro cutis de los parroquianos con rascones espeluznantes, constituían toda la fortuna de estos establecimientos al aire libre.
El pozo, después de una semana de descensos y penosos acarreos, quedó limpio de todas las piedras y la basura con que la pillería huertana lo había atiborrado durante diez años, y otra vez su agua limpia y fresca volvió á subir en musgoso pozal, con alegres chirridos de la garrucha, que parecía reirse de las gentes del contorno con una estridente carcajada de vieja maliciosa.
Palabra del Dia
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