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Actualizado: 30 de junio de 2025
Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro, gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el indiano, acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con enorme sacramento de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de paja con cinta de lana roja.
La otra era un fauno obeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozo recio, que ya era bigote casi, hacían de ella un ser híbrido, en el que los dos sexos se confundían. Estaba esa noche verdaderamente constelada de diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenía, y muy buenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.
Vinieron a París, desde la provincia brasílica de Minas Geraes, tres sobrinos de la madre, primos hermanos de las hijas. Se habían enriquecido cultivando una magnífica fazenda, pero eran ordinarios y medio salvajes y chapurreaban el francés por detestable estilo. Llevaban, además, en el rostro el indeleble signo de su plebeyo e híbrido origen.
Palabra del Dia
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