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Salíamos ya casi del estrecho y empezábamos á ver la lucha infatigable entre las grandes ondas del Océano y las menudas olas del Mediterráneo, las primeras lentas, formidables, inmensas, invadiendo el canal con majestad, las otras inquietas, rápidas, revolcándose sobre la gran sabana líquida y queriendo salir al ancho espacio.

Pero el caso más espantoso y más triste ocurrió poco después, con una prima hermana de la viuda de Aliaga, casada joven, demasiado joven, con un señor que era entonces político conocido y persona muy influyente. Ella conocía a un muchacho... ¿te acuerdas de Isidro Acosta, aquel muchacho escritor que estaba en la Facultad cuando nosotros empezábamos el bachillerato?

Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir. »Magdalena rompió a llorar. »¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.

Luego de haber seguido el río por espacio de media hora, gozando de los panoramas más variados y grandiosos que pueden soñarse, nos apartamos de la senda y comenzamos a trepar la montaña. El ruido de la cascada, que empezábamos ya a oír distintamente, se fue debilitando poco a poco. No había duda que nos alejábamos del Salto.

Después, al mismo tiempo, con los cabrestantes empezábamos a estirar las amarras atadas al palo mayor y a las dos anclas, hasta conseguir que el barco se tumbase por una banda y descubriera la quilla. Antes había que calafatear las aberturas de un lado, para que no entrase el agua.

Si ellos construían un navío grande, con numerosos cañones, nosotros al momento empezábamos en nuestros astilleros otros navíos más enormes, hasta llegar á proporciones inverosímiles, que parecían un reto al buen sentido y á todas las leyes físicas.