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Actualizado: 29 de junio de 2025
Sin duda, en la tremolina y rebullicio que se armó cuando Miguel de Zuheros cayó en su hondo letargo, las dos damas y los dos escuderos hubieron de escabullirse yéndose con los derviches. Las órdenes de levar anclas y darse a la vela al amanecer habían sido tan terminantes que, a pesar de lo ocurrido, el piloto no quiso desobedecerlas.
Miguel de Zuheros no estaba de muy buen humor y repugnaba recibir a los derviches; pero donna Olimpia y Teletusa, que habían oído hablar de sus extravagantes y vertiginosos bailes y del extraño método que empleaban para llenarse de furor divino y entrar en la vía unitiva, intercedieron por ellos y consiguieron que subiesen sobre cubierta.
El letargo de Morsamor podía por otra parte terminar en muerte, y lo más seguro era salir para la India, por no considerarse nadie a bordo con poder bastante para desembarcar y tomar venganza de aquel desaguisado, en la suposición de que los derviches o algunas otras personas tuviesen la culpa de todo. Interrogado por Morsamor, Tiburcio le dijo: De tu letargo, no sé qué pensar.
Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete viejo o el cuchillo de cocina que llevaban al cinto para «estar más en carácter», sonreían agradecidos. Ich danke... Mochas grasias. Algunos comían entre sudores de angustias, disfrazados de derviches con mantas de cama. Un grave alemán se había puesto el chaleco salvavidas que guardaba todo camarote por precaución reglamentaria.
Luego tejieron la más arrebatada y frenética danza que puede imaginarse. Y, por último, cuatro de los derviches, trompeteros de resuello pujante, hicieron resonar las kernas de que venían provistos. La danza se precipitó entonces con rapidez sobrehumana. Verlos bailar causaba mareo.
Palabra del Dia
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