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Actualizado: 23 de mayo de 2025
Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir. ¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada. Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!
Después, a la hora de la comida, eran los comentarios, los recuerdos agradables, los berrinches por supuestas ofensas que en el primer instante habían pasado inadvertidas, y que, agrandándose ahora en la imaginación, pedían venganza. Las dos niñas recordaban la ligera sonrisa de las de López al examinar sus disfraces de calabresas. ¡Reírse de ellas! ¡Las muy cursis!
Poquito a poco se había ido amoldando y ajustando por tal arte a los usos de lo más elegante de Madrid, que ya no se atrevía casi nadie a llamarla la «Reina de las cursis», que era el dictado que al principio le daban. Su marido había atinado en los negocios, y se había enriquecido más aún. Ambos esposos se habían hecho muy aristócratas, religiosos y conservadores.
Palabra del Dia
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