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¡Por una horrible injusticia y un juego de cubiletes infame! exclamó un anciano militar que en aquel momento entraba en el café. Yo, conde de Fuentes, que soy el teniente coronel más antiguo, tenía más derecho que nadie a mandar un regimiento por mi cuna y por los servicios que presté al difunto rey Felipe V, porque me arruiné durante la guerra de sucesión.

Eran manjares de Europa y de la América del Norte, que tenían un sabor á largo encierro, á estaño y á hojalata: carnes de cerdo de Chicago, salchichas de Francfort, foie gras francés, sardinas de Galicia, pimientos de la Rioja, aceitunas de Sevilla, todo venido, á través del Océano, en botes metálicos ó cubiletes de madera. Lo más extraordinario eran las bebidas.

Los bárbaros, somos nosotros, que en vez de buscar hombres que nos den de comer, pagamos tributo á los caballeros garçones y á los cubiletes de buen tono. Pero no, no eres bárbara que me sigues, como la sombra al cuerpo: el bárbaro soy yo.

Hablaba, siempre que podía, al oído del interlocutor, guiñaba los ojos alternativamente, gustaba de frases de segunda y hasta tercera intención, como cubiletes de prestidigitador, y era un hipócrita que fingía ciertos descuidos en las formas del culto externo, para que su piedad pareciese espontánea y sencilla. Todo se volvía secretos.