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Actualizado: 19 de julio de 2025
Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos.
Al frente se destaca la masa de la ciudad, sin perspectiva de calles, porque los edificios están como amontonados sobre el borde de la barranca, cual si quisiesen todos mirarse, por los huecos de sus innumerables balcones y ventanas, en las ondas azules y trasparentes del fondo del abismo, y aspirar las brisas de las campiñas de la márgen derecha.
Todas las partes del cuadro que se presenta en conjunto a la mirada, preocupan de tal modo el pensamiento, que hay que pasar largo tiempo antes de conseguir poner en orden las sensaciones que se experimentan y de distinguir los detalles; allá abajo, donde acaban el Jura y Francia, un lago que en su inmensidad presenta el aspecto de un mar; sobre sus bordes las campiñas románticas del país de Vaud, los paisajes agrestes del Valais, las ásperas soledades de la Saboya; confundiéndose con el horizonte, y tan vasta como él, la cadena de los Alpes, cuyas innumerables cúpulas se agrupan sobre la semicircunferencia del cielo, diversas de formas, de carácter, de fisonomía, de color, pero todas afectando al fuego del sol el brillo de los diferentes metales; las unas resplandecientes como la plata pulimentada; las otras, según el efecto de las sombras que se proyectan sobre sus contornos, mates como el plomo o brillantes como el acero bruñido, con reflejos azules o violados; otras, en fin, tan deslumbrantes, cuando el sol poniente las inunda, que se diría que son masas de hierro blanqueadas a la fragua. ¡Aquel día el sol se ponía con tanta magnificencia y en un cielo tan puro!
Palabra del Dia
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