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Usías son la bondad y nobleza misma. ¡Cómo se conocen la alteza del origen y la excelencia de la sangre! ¡Ah! ¡Usías se han puesto de ser redentoras de todos los que en torno mío me abruman á penas, amargando mi vida! ¿Y qué sería de esa pobre niña sin el amparo de usías, cuando las ideas del día han echado en su corazón tan perniciosas raíces?
La hija de Valls había sufrido los tormentos del alfilerazo traidor, del arañazo oculto, del golpe de tijera en la trenza, y luego, al ser mujer, el odio y el desprecio de sus antiguas compañeras le había seguido en la vida, amargando sus placeres de mujer joven y rica. ¿Para qué ser elegante?... En los paseos sólo la saludaban los amigos de su padre; en el teatro no veía visitado su palco más que por gentes procedentes de «la calle». Con uno de ellos tendría que casarse, como se habían casado su madre y sus abuelas.
No debían acordarse de este mal inevitable, de este último peligro sin remedio alguno, que entristece la vida, quitando su sabor al pan, su alegre topacio al líquido de la parra, su jugo al blanco queso, su sabor de azúcar a los higos purpúreos, y su energía picante a la sobreasada, entenebreciendo y amargando todas las cosas buenas que Dios puso en la isla para consuelo de las gentes de bien. «¡Ay, don Jaime, qué miseria!...»
Palabra del Dia
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