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Había subido la luenga calle con aires de paseante, distraída, alegre, vago el mirar; bajábala como los monomaniacos. Al llegar frente a la iglesia, sacola de este embebecimiento un ruido de pasos que sintió tras sí. «Estos pasos son los suyos pensó ; pues lo que es yo no miro para atrás. ¿Qué haré? Aprisita, aprisita». La curiosidad pudo más que nada y Fortunata miró; no era.
Sus ojeras eran más obscuras y extensas que de ordinario; había adelgazado mucho; la palidez de su rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían á veces más propios de un ser del otro mundo que de una criatura de éste, y en su andar vacilante y en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la férrea conciencia de Doña Blanca, de doblegar bastante su inflexibilidad, y de aterrarla por último.
Palabra del Dia
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