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Actualizado: 5 de julio de 2025


«Empecé por entrar a una confitería y llenarme de masas y pastelillos; humildemente acúsome. Mi cura: tengo una gran pasión por las masas y los pastelillos. Atravesé en seguida y me compré cuarenta y dos hombrecillos de terracota: todos los que había en la casa. Después de tal compra, no sólo no me quedó un céntimo, sino que me había endeudado; pero ¿qué importa? puesto que soy rica.

Atravesaba por una de esas situaciones en que el individuo más manso siente violentos deseos de estrangular a alguien y de romper cualquier cosa. Los nervios que no se pueden calmar con lágrimas, tienen que estallar de cualquier modo y a mi me dio con mis hombrecillos de terracota cuyas muecas y sonrisas me parecieron de pronto odiosas y ridículas.

¿Pero qué nombre le daremos? dijo el juez. Con un derroche de alusiva erudición, hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Platón, Terracota, Anteo, etc., etc. Por último, dejamos que decidiera nuestro huésped la cuestión. ¿No ha nacido de De-Hinchú? ¿Pues por qué no darle su propio nombre? dijo tranquilamente. Y así se hizo.

Una mañana, hallábame aún en mi lecho, semidormida, morrongueando con beatitud, abriendo de cuando en cuando un ojo, para contemplar mi cuarto alegre y confortable, mis hombrecillos de terracota y los árboles que veía por la ventana abierta, cuando entró Blanca, de bata, cabellos sueltos y cara preocupada.

Mi prima rió mucho; pero mi tío me reprendió. Pretendió hacerme comprender que la razón debe ser el lastre de la cabeza humana; que sirve en todo tiempo, y que sin ella no se hace más que tonteras. Por ejemplo: se compra cuarenta y dos hombrecillos de terracota, en vez de proveerse de medias y camisas.

Palabra del Dia

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