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Desde allí subimos por el río Azul hasta Tien-Tsin en un pequeño «steamer» de la Compañía Russal. Yo no iba a visitar la China con esa curiosidad ociosa de turista; todo el paisaje de aquella provincia, semejante al de un vaso de porcelana, de un tono azulado y vaporoso, con colinitas peladas y de tiempo en tiempo un arbusto solitario, no me hizo salir de mi sombría indiferencia.

En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas.

Cuando el capitán del «steamer», un yanki imprudente, de hocico de cerdo, al pasar por Nankin, me propuso ir a recorrer las monumentales ruinas de la vieja ciudad de porcelana, yo rechazé la proposición con un seco movimiento de cabeza, sin levantar los ojos tristes de la tranquila corriente del río.

A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo , divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor.