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Actualizado: 12 de octubre de 2025


Esto me recuerda una de las más bellas escenas de Schiller, cuando don Carlos, siendo niño, quiere en vano obtener la amistad de Posa, niño como él, y choca con el frío respeto que es debido «al hijo del rey», hasta el día en que, para vencer su orgullo, se denuncia en su lugar como autor de cierto atentado contra la dignidad de Felipe, y recibe el castigo servil destinado al que resulta al fin su amigo.

Poco a poco, la pensión entera fue emborrachándose y enterneciéndose, y, al cabo de una hora, todo el mundo lloraba allí a lágrima viva. ¿Bondad? ¿Vino? ¿Música? ¿Estupidez?... Yo lo que es que cogí mi corbata, mi cajetilla, mi tomo de Schiller, mis tirantes y mi grupo escultórico de Psiquis y el Amor y que desaparecí. Aquel ambiente tan tierno me parecía indigno del centro de Europa.

Goethe, Schiller, Beethoven, fueron súbditos de pequeños principados. Recibieron la influencia de otros países, contribuyeron á la civilización universal, como ciudadanos del mundo, sin ocurrírseles que el mundo debía hacerse germánico porque prestaba atención á sus obras. El zarismo había cometido atrocidades.

Meyerbeer era a los nueve pianista excelente, y a los dieciocho puso en el teatro de Munich su primera pieza La Hija de Jephté; pero hasta los treinta y siete no ganó fama con su Roberto el Diablo. El inglés Carlyle habla en su Vida del Poeta Schiller de un Daniel Schubart, que era poeta, músico y predicador, y a derechas no era nada.

Palabra del Dia

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