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Actualizado: 21 de junio de 2025


El propietario de La Rinconada, rico cortijo con pequeña plaza de toros, era un entusiasta que tenía la mesa dispuesta y abierto el pajar para todos los aficionados famélicos que quisieran divertirle lidiando sus reses. Juanillo fue allá en días de miseria con otros compañeros, para comer a la salud del hidalgo campestre aunque fuese a costa de algunos revolcones.

Pero se lo daba el corazón; lo había observado, sin fijarse en la observación: a Mesía le gustaba entrar en la casa de la Rinconada. Solía llevarle al despacho, a su museo como él decía; allí le explicaba el mecanismo de aquellos intrincados maderos y resortes y, convencido de la ignorancia de su amigo, le engañaba sin conciencia.

Había en la ilustrísima ciudad de Sevilla, allá por los tiempos en que llegaban a la Torre del Oro, que a la margen del claro y profundo Guadalquivir se levanta, los galeones cargados de oro que venían de las Indias, y cuando reinaba en España el señor rey don Felipe el Segundo, de clara y pavorosa memoria, en la calle de las Sierpes, y en una rinconada a la que jamás llegaba el sol, como no fuese en verano y al mediodía, un tinglado de madera, de dos altos, desvencijado y giboso, al que llamaban casa, y en el cual vivía una valiente persona, cuyo apellido y nombre de pila ignoraba él mismo, que si los tuvo olvidolos, y nadie le conocía ni él respondía más que por el sobrenombre de Viváis-mil-años, cortesanía que empleaba para saludar a todo el mundo.

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