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No nos duele, sino que nos encantamos y nos ufanamos en poder admirar con fundamento las poesías de ambos Caros, de Mármol, de Andrade, de Obligado, de Restrepo, de Oyuela, de Ruben Darío y de algunos otros. El buen gusto y la justicia no consienten que nuestra admiración se difunda mucho más.

La prensa, que es periódica, tiene poco alimento para el reportaje en la vida regular y monótona de Bogotá; con frecuencia el Magdalena se ha rezagado con exceso, los vapores que traen la correspondencia se varan y se pasan dos o tres semanas sin tener noticias del mundo. ¿Dónde ir a tomar la nota del momento, el chisme corriente, la probable evolución política, el comentario de la sesión del Senado donde el «macho» Alvarez ha dicho incendios contra el Presidente Núñez, que Becerra ha defendido con valor y elocuencia? ¿Dónde ir a saber si Restrepo está en Antioquía de buena fe con los independientes, o lo que Wilches piensa hacer en Santander?

Los postres servidos, todo el mundo saltaba por dejar la mesa. ¡Y los recibos donde Vengoechea, Restrepo, Tanco, Koppel, Soffia, Mier, Samper!, etc. He dicho ya la afición inmensa que hay en Bogotá por la música. No hay casi una niña que no toque bien el piano, y recuerdo entre ellas a dos de la naturaleza más profundamente artística que he encontrado en mi vida.

Pero se busca en vano el rastro de Julio Arboleda, de José E. Caro, de Madiedo, de Lázaro María Pérez, de... en una palabra, de todos los que sobreviven de la exuberante generación de 1844 y 1846: Restrepo, y tantos otros.