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Besaron religiosamente, como un relicario, aquella pequeña mano blanca que acariciaba la esperanza de un crimen. Al despedirse, la hermosa mujer aun repetía: Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. El duque fue el último en salir. ¿En qué piensa usted? le dijo ; parece usted preocupada. Pienso en Corfú. Piense usted en los amigos de París. Buenas noches, señor duque.

Si no tomas las medidas convenientes, darán contigo ahí. Por mi parte, yo que te escribo, te he encontrado. ¿Te gustaría ir a coger pimienta a Cayena? ¡Pues trabaja, holgazán! Tienes la fortuna en la mano tan cierto como me llamo... Pero no hay necesidad de que sepas mi nombre. No soy ni Rabichon, ni Lebrasseur, ni Chassepie. Abrigo la esperanza de que sabrás comprender lo que te conviene.

Las primeras sílabas de esos nombres forman una palabra. Usted ha adivinado en seguida el secreto de mi mnemotecnia. Repita usted: Rabichon... Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. Es curioso. Ahora todos somos tan sabios como usted. Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. ¿Y qué hacen esas buenas gentes?

¿Dónde están los licenciados de presidio? ¿Los hay en Vaugirard? No, señora, en el departamento del Sena no hay ninguno. ¿Los hay en Saint-Germain? No. ¿En Compiègne? No. ¿En Corbeil? . ¿Cuántos? ¿Usted espera cogerme en falta? Con eso cuento. Pues bien, hay cuatro. ¿Sus nombres? ¡Vamos, César! Rabichon, Lebrasseur, Chassepie y Mantoux. ¡Toma!