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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Las coronas, pendientes de cruces de hierro mohoso, habían perdido sus flores, sus doradas siemprevivas; eran aros de paja negra y putrefacta, guardando en sus briznas un hervidero de insectos.
A veces interrumpíase el estertor de su respiración con una tos seca, lanzando espectoraciones estriadas de sangre. La vieja movía la cabeza. Ella esperaba algo negro y monstruoso, una oleada putrefacta que, al salir, se llevase todo el mal de la muchacha. Una tarde la vieja prorrumpió en alaridos. La niña se moría; se ahogaba.
Las cuadras y vaquerías hedían con la fermentación del estiércol; las bocas de las alcantarillas humeaban la podredumbre de sus entrañas; hasta los caballos de los coches de punto, en sus largas esperas, levantaban la cola, impregnando el ambiente con el tufo de la cebada recocida y la paja putrefacta. La calle era más ruidosa que en el resto del año.
De las cerradas y silenciosas casas salía el hálito de la crápula barata, ruidosa y sin disfraz: un olor de carne adobada y putrefacta, de vino y de sudor. Por las rendijas de las puertas parecía escapar la respiración entrecortada y brutal del sueño aplastante después de una noche de caricias de fiera y caprichos amorosos de borracho. Pepeta oyó que le llamaban.
Palabra del Dia
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