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Actualizado: 15 de junio de 2025
Había que cuidarlo a todas horas, preocuparse de los pastos y las aguas, trasladarlo de un sitio a otro con los cambios de temperatura. Cada toro costaba más que el mantenimiento de una familia. Y cuando estaba ya en sazón, había que cuidarlo hasta el último momento, para que no se desgraciase y se presentara en el redondel honrando la divisa de la ganadería que ondeaba en su cuello.
En un picacho estaba el depósito y para ocultarlo veíase agrupado en torno del monte el caserío de cartón que fingía ser la ciudad de Belén, sobre cuyos minaretes de cartulina ondeaba la bandera española.
Las casas desaparecían entre el oleaje de torres, cúpulas y ábsides. Era imposible volver la vista a punto alguno sin tropezar con parroquias, iglesias, conventos y antiguos hospitales. La religión había absorbido al Toledo industrioso de otros siglos, y aún guardaba bajo su caparazón de piedra a la ciudad muerta. En algunos campanarios ondeaba un banderín rojo con un cáliz blanco.
Allá en lo alto se oía, interrumpiendo el silencio de la noche, el ruido producido por las banderas del castillo flotando al viento o golpeando sus astas. En una de éstas, ondeaba el estandarte del Duque y sobre él la real insignia, el pabellón de Ruritania. Y nos acostumbramos tan pronto a todo, que me costó algún esfuerzo convencerme de que ya no ondeaba, como hasta entonces, en honor mío.
Al frente de la compañía ondeaba la bandera romana con su inscripción senatorial, meciéndose al compás de los redobles del tamborcillo como todas las filas de legionarios. Un personaje de suntuosidad imponente contoneábase con la espada en la mano al frente de este ejército. Gallardo lo reconoció al pasar. ¡Mardita sea! dijo riendo bajo su máscara . No me van a hacé caso.
Palabra del Dia
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