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Poníase en acecho en la catedral Viváis-mil-años, atisbaba, pero nada podía sacar en claro tocante a la dama, sino que aun de rodillas era gallarda; que sus manos, que tenían un rico rosario de perlas, eran más nacaradas que ellas, y que oía la misa con una singular devoción: en cuanto al rostro, lo tapaba un celoso velo de encaje, y ocultaba su talle un cumplido manto de raja de Florencia.

Un resplandor rojizo, que se extendía desde el horizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose en el rosicler de tintas puras y nacaradas, indicaba el paraje por donde el astro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábase la Torre del Oro, que, bañada por los reflejos del horizonte rojizo, parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre.

Sus mejillas nacaradas parecían hechas de una materia trasparente a fin de que pudiera verse que aquel cuerpo no contenía ninguna sustancia inmunda: todo era puro, blanco, luminoso. Lo que caracterizaba aquel rostro, lo que resplandecía en sus ojos, en su frente, en sus cabellos, hasta en sus orejas, era una ausencia absoluta de malicia.

Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.