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Luego la lloro, luego me horrorizo de mi crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada en el ambiente sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel helénico, como Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando llena de vida, respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su pedestal de mármol.

Cuanto más le miro, más asco me da: la mugre le brota encima, como el verdín en las casas viejas... me parece imposible que pueda vivirse de esta manera, y tan contento; ¡ah! pero él está contento, porque es honrado, porque, en medio del vicio, ha sabido mantener limpia la conciencia... ¡qué bueno debe ser mirar para adentro y no ver ninguna mancha! ¡qué bien se debe dormir, aun envuelto en el poncho de Agapo, dentro del caño! pero, con esta comezón del remordimiento, no es posible conciliar el sueño... Cada vez estoy más decidido a matarme: me estoy mirando en el espejo de Agapo, y me horrorizo, de verme con su chambergo roñoso, sus guiñapos prestados, y la cara abotargada por las malas noches... En él es el vino; en sería el juego... y todavía, él sale ganando en la comparación, pues si ha tenido que ver con las comisarías, no ha estado nunca en la cárcel: Agapo es honrado y yo un falsificador... ahí viene el tren, ¿me echaré en los rieles? ¡sería horrible! mejor es el revólver, que el tren y que el río...