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Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.
Yo era en aquel tiempo un fatuo, muy envanecido de mi nombre, de mi juvenil importancia y de mis pobres triunfos de salón; pero tenía el corazón sano, adoraba á mi madre, con la que había vivido durante veinte años en la más estrecha intimidad que pueda unir dos almas en este mundo; me apresuré á asegurarle mi obediencia: ella me dió las gracias inclinando la cabeza con una triste sonrisa y me hizo besar á mi hermana dormida sobre sus rodillas.
Deten, que si al impío no persuades La rabia exaltarás de las pasiones. No, no: yo voy en medio á las ciudades Á curar los viciados corazones. ¿Á dónde vas? Buscando al aflijido Para decirle: Solo Dios es fuerte! ¡Ah! teme al poderoso envanecido, Y que el esclavo contra tí despierte! No, no: yo voy buscando al afligido Para decirle: Solo Dios es fuerte! ¿Á dónde vas?
Palabra del Dia
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