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Era teniente cuando en la Piedad, allá por 18..., un asturiano llamado José Cañete y Puertas, hombre ahorrativo y económico, amigo de las monedas como un judío, y más deseoso de hacer fortuna que de llegar a conquistar fama de santo y verse un día adorado en pintarrajeada efigie por creyentes masculinos y femeninos.

Una cuestión se ha debatido últimamente con motivo del examen y discusión de los retratos del Almirante, si debería representarse su efigie con barba ó sin ella. El pasaje anteriormente citado del cronista Oviedo, al explicar que por circunstancias eventuales dejó de afeitarse; indica que ordinariamente lo hacía, como era costumbre.

Un vecino, declarándose competente en la materia, pidió permiso para echar su cuarto a espada, cogió el candil, y aunque también dio un fiasco absoluto, me permitió ver vagando por el cuarto de una venta, en las montañas andinas, la vera efigie de Don Quijote, cuando abandonaba el lecho a altas horas de la noche y paseaba su escueta figura, gesticulando a la lectura de las famosas hazañas de Galaor.

Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines.

Los criados tenían que darle de comer porque no tenía brazos. Así estuvo viviendo de esa manera hasta que murió. Sobre los pequeños pilares que forman la cornisa del palacio 30 se puede ver el busto de un hombre. Como todos los bustos, no tiene ni brazos ni ojos. Según el pueblo este busto es la efigie del arquitecto que dirigió la erección del palacio.

En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Alvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del Santo con la consideración de que él no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo.