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Actualizado: 14 de junio de 2025


En el suelo, sobre viejas lonas, esparcíanse los más heterogéneos objetos: espadas con fundas de terciopelo que habían servido en los teatros, machetes cubanos, sables corvos de la Milicia Nacional, loza desportillada, saleros rotos, vasos de porcelana remendados con groseras lañas, viejas litografías de vidrios empolvados representando las desdichas de Atala o las hazañas de Hernán Cortés, lienzos embetunados, en cuya negrura distinguíase una pincelada roja que era una pierna, una mancha amarilla que era una calva.

Estaba allá, en la carretera de Extremadura, con su nodriza, una gran mujer buscada por la abuela. Podía permanecer tranquila... ¡Y él aún no había ido al cerro de los Corvos, ni conocía a la nodriza! Después le preguntó por su enfermedad. Feli hablaba con voz triste; parecía resignada a permanecer siempre allí, sin esperanza de volver al mundo.

Conocía a cierta mujer del barrio, que se había casado con un músico de regimiento, y ahora, retirado él del servicio, tenía una tiendecita junto a la carretera de Extremadura, en el cerro de los Corvos. Acababa de perder a un pequeño, y ella se encargaría de lactar al biznieto por poco dinero. La vieja, antes de marcharse, le habló de Feli. La había visto: estaba muy enferma.

Era el cerro de los Corvos, y la casa aquella tiendecita donde criaban a su hijo. La mujer cosía a la puerta del establecimiento, bajo una parra seca, en una pequeña explanada, desde la cual dominábase toda la parte de Madrid que mira al río. Al reconocerle, la nodriza se levantó apresuradamente. Quería sacar al pequeñuelo, que dormía después de una noche de insomnio y llantos. Maltrana se opuso.

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