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Aquel Bárcena de que hablé antes fué el encargado de asesinar al comisionado de la Compañía inglesa de minas. Le he oído yo mismo los horribles pormenores del asesinato, cometido en su propia casa, apartando a la mujer y a los hijos para que dejasen paso a las balas y a los sablazos.

Bárcena, un instrumento odioso de matanza que él ha adquirido en Córdoba, y Fontanel, salen con partidas a recorrer Los Pueblos y prender a todos los vecinos acomodados que encuentren. La batida, sin embargo, no ha sido feliz; la caza ha husmeado a los lebreles, y huye despavorida en todas direcciones. Las partidas volvieron con sólo once vecinos que fueron fusilados en el acto.

Este mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó a Orive a Córdoba, y que en un baile que se daba en celebración del triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el salón las cabezas ensangrentadas de tres jóvenes cuyas familias estaban allí.

Versos de Luís G. Ortiz, de Collado, de Roa Bárcena, de Sierra, de Segura, de Ipandro Acaico.... ¡Qué amable, qué simpática me parecía la unión de todos estos escritores, algunos contrarios en ideas políticas, todos amigos sinceros en literatura y en arte! Así debía ser, así me imaginé siempre la república literaria, sin odios, sin envidias, sin rencores.

En Oñate se echaba al campo Alzaá, en Salvatierra Uranga, en Toranzo Bárcena, Balmaseda en Fuentecén, y en Navarra, que era el centro de aquel motín semi-nacional fraguado por el absolutismo con la bandera de Cristo, se habían alzado Goñi y Eraso, Iturraldo y el cura de Irañeta. Eraso tenía por suyo a Roncesvalles, Goñi la Borunda, y el párroco asolaba la parte llana.