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Volvió a sonreír Patricia con infernal malicia, y... «¿Qué... pero qué...?» balbució la señora acercándose de puntillas a la puerta de la sala. Empujola suavemente hasta abrir un poquito. No veía nada. Abrió más, más... Estaba pálida como si se hubiera quedado sin sangre... Abrió más... acabáramos. En el sofá de la sala, tranquilamente sentado... ¡Dios!, el otro. Fortunata estuvo a punto de perder el conocimiento. Le pasó un no sé qué por delante de los ojos, algo como un velo que baja o un velo que sube. No dijo nada.
Seguila por una galería de arcos con suelo de ladrillo, cerrada de cristales. Por ellos se veían muchas flores y plantas. Parose delante de una puerta, empujola y me dijo: Pase y siéntese. Cuando principie la misa, ya se le avisará. Había en los ojos de la monja, en su voz y en sus ademanes una firmeza que distaba mucho de la cortedad y timidez que yo juzgaba antes inherentes a toda religiosa.
Abrió, y entró la india, diciendo que venía a arreglar la pieza, pero él quiso despedirla, porque ya no valía la pena. Mira, deja las cosas revueltas como están, y vete. La tomó del brazo y empujóla hacia la puerta; ella se resistía, mirando al joven con sus ojos extraños.
Palabra del Dia
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