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Tanto hizo Alejandro, que Graciana, después de bailar con él la última galopa con un ímpetu y un entusiasmo indescriptibles, consintió en ir a cenar, no por cierto unas ostras con Sauterne, sino unas suculentas costillas de chancho, apoyadas por una copiosa taza de café con leche, con pan y manteca, que sirvieron para corregir la vacuidad incómoda, que todos los estómagos, ya sean plebeyos o aristocráticos, sienten a las tres de la mañana después de una noche de baile.

Y así, aquel gran vividor, acostumbrado a mirar los zafiros y rubíes de sus anillos de oro mate al través del diáfano cristal, lleno con los topacios líquidos del Sauterne, y a saborear la nube perfumada del tabaco de Cuba, debía sufrir mucho, cuando mi tía Medea, a quien frecuentaba, lo sentaba a su mesa a comer aquellos platos dignos sólo de su robusta pepsina de ñandú.

El director procuró escurrir el bulto, le dio algunos quiebros con maestría y varios pases, pero al fin fue cogido en la misma cuna; quiero decir, que el joven le convidó un día a almorzar, le llevó engolosinado ofreciéndole la perspectiva de unas cuantas docenas de ostras empapadas en Sauterne, y como postre le descerrajó el drama a quema ropa. El drama era efectivamente un tiro.

Mientras tanto los criados comenzaban a dar vuelta a la mesa presentando los platos. Otros, con la botella en la mano, murmuraban al oído de los invitados: Sauterne, Jerez, Margaux, en un tono cavernoso semejante al que emplean los cartujos para recordarse mutuamente la muerte. Yo no bebo más que champagne frappé hasta el fin dijo Pepa Frías al que tenía detrás.