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En la pequeña capilla ardía una sola luz en una gran lámpara antigua de oro, puesta allí por los orgullosos hijos de la ciudad tres siglos atrás, cuando temieron la invasión de la peste negra. Al darme vuelta, vi que, aun cuando me observaba atentamente, parecía estar esperando todavía al hombre que ¡ay! ya no existía.

Así es, que no suelen desechar como los orgullosos el consejo ajeno, y aun muchas veces se adelantan á pedirle.

El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

Los más de los cantores permanecían ocultos en la muchedumbre, con la simpleza de una devoción que no necesita ser vista en sus expansiones; otros, orgullosos de su voz y de su «estilo», ansiaban exhibirse, plantándose en mitad del arroyo ante la santa Macarena.

Por el contrario, los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente, abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e inertes.