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Redacté proclamas dirigidas á los pueblos, alocuciones á las tropas, y describí en un estilo lírico los grandes triunfos de los insurrectos sobre los soldados del gobierno, llamados «federales». Nunca, en mis escritos, dejé de establecer discretos paralelos entre las campañas napoleónicas y las de los caudillos á cuyo servicio me había entregado. Conocía bien á mi gente.

Su idea del amor, unido al deber, de la vida santa y respetable del hogar, y de todo lo bello que pueda encerrarse en dos existencias humildes y honradas, queda para siempre en el más puro de los idilios, en su poema Hermann y Dorotea, donde nos dejó asimismo la expresión sincera de su amor a la patria alemana, duramente humillada entonces por las conquistas napoleónicas.

Pidieron su mano para un joven Príncipe que tendría su puesto sobre las gradas del trono, cuando la Francia, que esto era imprescindible, reanudara la cadena de las tradiciones napoleónicas.

Yo no le dejaba; lloré, supliqué. Pero él, con esa gravedad tan suya, me dijo: «Primero está el deber, Petrona». Siempre ha sido lo más esclavo del deber. Y se fué. Sufrí un síncope, y, cuando se me pasó, la figura de mi novio se me agigantó en el espíritu con proporciones napoleónicas. El amor es un cristal de aumento. Luego Eleuterio abandonó el partido.

Después se echó a perder, y se le puso la cara dura y hombruna, la voz ronca. Dicen que era el retrato vivo de Bonaparte, y efectivamente... Guillermina miró las láminas napoleónicas, y Fortunata también, reconociendo el parecido. Después la santa se despidió de Severiana, diciéndole que volvería al día siguiente. Le recomendó la paciencia, y tomando el brazo de la de Rubín, se fue con ella.