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Actualizado: 27 de junio de 2025
En el gabinete contiguo, donde pasaba el día la Marquesa, la anarquía de los muebles era completa, pero todos eran cómodos; casi todos servían para acostarse; sillas largas, mecedoras, marquesitas, confidentes, taburetes, todo era una conjuración de la pereza; en entrando allí daban tentaciones de echarse a la larga.
Nadie, ¿lo entiende usted, don Pablo? nadie: y el que lo intenta no sale del mal paso impunemente. Somos tan buenos como los que más, y mi hermana, aunque pobre, puede entrar por la puerta grande en una familia que, aunque posea millones, tiene en su seno hombres como Luis y hembras como las Marquesitas.
Tan pronto eran tenientes de la remonta, como señoritos del Caballista, o ingleses jóvenes, empleados en los escritorios, que se entusiasmaban pelando la pava al estilo del país y hacían reír a las niñas con su andaluz chapurreado británicamente. No había muchacho en Jerez que no tuviese su rato de conversación con las desenvueltas marquesitas.
Pues se engaña; no hemos de visitarla ni por una de estas nueve cosas. ¡Que gocen de su lujo y de su dinero! ¡Que luzca Gabrielita sus trapos caros! Para nada necesitamos de ella. ¡Qué gusto! repetían las envidiosas. ¡Qué gusto! ¡Todos los muchachos de aquí salen con cajas destempladas! ¡Mejor! ¡Mejor! ¡Quién les manda enamorar marquesitas! Y bien visto, ¿quiénes son los enamorados?
El marido protestaba, intentando rebelarse. Pero las dos se indignaban contra él porque osaba interpretar estas diversiones inocentes de un modo ofensivo para su pudor. ¡Qué de disgustos proporcionaron las dos Marquesitas, como las llamaban en la ciudad, a la austera doña Elvira!... Mercedes, la soltera, se fugó con un inglés rico.
Palabra del Dia
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