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Actualizado: 14 de julio de 2025


Al segundo domingo se llenó el local que el Ayuntamiento les había cedido en un antiguo convento, no sólo de criadas y jornaleras, para las cuales se había fundado el instituto, sino también de las personas más distinguidas de la villa, ganosas de comprobar lo que la fama decía de la joven.

Unas pasajeras de Río tecleaban en el piano del salón y buscaban romanzas en los montones de partituras, ganosas de lucir sus habilidades ante las gentes que venían de Europa. Algunos jóvenes hablaban de improvisar un concierto, una fiesta íntima. El cielo se había aclarado; lucían las estrellas entre harapos de nubes en fuga; las rugosidades del Océano eran cada vez menos sensibles.

A la novena no faltaban; se desparramaban por las capillas y rincones de San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte romántico o picaresco, según el carácter, se timaban, como decían ellos, con las niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero no menos ganosas de tener lo que ellas llamaban relaciones.

Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las mamás que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que estas se harían respetar? Allí estaba Visitación por ejemplo.

Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas cosas singulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida apenas del círculo de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer y perdonar? ¿Se vive antes de vivir? ¿O las estrellas, ganosas de hacer un viaje de recreo por la tierra, suelen por algún tiempo alojarse en un cuerpo humano? ¡Ay! por eso duran tan poco los cuerpos en que se alojan las estrellas.

Palabra del Dia

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