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Llevaba siempre tras , en las horas de recreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas y cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría llamarse el pavo de la santidad. Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda y sus amiguitas.

Parecía llorar. «Mauricia le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que en ella equivalía a la gracia divina . Porque hayas sido muy mala no vayas a creerte que Dios te niega su perdón». Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto. Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que Sor Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia.

Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor Facunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida, bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funciones extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las Filomenas y aún más de las Josefinas, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobre todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio.

Si efectivamente Mauricia... No es que yo lo afirme; pero tampoco me atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sino arrepentimiento? A saber los medios que el Señor escoge... Y se retiró a su celda. Casi casi se dieron un encontronazo Sor Facunda alejándose y Sor Marcela que al corrillo se acercaba, dando balances y golpeando el suelo duramente con su pie de madera.