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El viejo camarada había perdido la corrección habitual de sus cuellos y de su corbata; dos chapas rojas alegraban su semblante. Fernanda se hallaba perezosamente reclinada en el muelle respaldo de raso del cupé; a pesar de sus 38 a 40 años estaba bellísima. Al vernos se incorporó, consultó la hora y bajó ágilmente del carruaje, subiendo a su victoria de un salto.

Sus cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban la atención de las mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres enflaquecidos por el trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que pedir al ingeniero para remedio de su maternidad miserable. ¡Chicas: nos lo han cambiado! se decían; ya no es don Fernando: parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?...

No te miro vez alguna Que de su triste fortuna Y próspera no me acuerde: A nadie de vista pierde La envidia, aunque esté en la luna, Aún veo en viles espadas Las cabezas separadas De aquellos ilustres cuellos, Y asidas de los cabellos, En el Alhambra clavadas. Aún corre la sangre aquí, Y aún aquí la envidia aleve Me parece que la bebe. ¡Oh vil Gomel, vil Zegrí! ¿Lloras?

Venid, vereis que en los amados cuellos De tiernos hijos y muger querida, Teogenes afila y prueba en ellos De su espada el cruel corte homicida, Y como ya despues de muertos ellos Estima en poco la cansada vida, Buscando de morir un modo estraño Que causó con el suyo mas de un daño.