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Actualizado: 22 de junio de 2025


Candiyú era poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanquecina de una viga, destacándose en el horizonte montuoso, lo lanzaba en su chalana al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa no es extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado o halando de un pieza de 10 x 40, vale cualquier remolcador.

Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término en una fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de loro implume. Pero en aquel tiempo Candiyú era otra cosa. Tenía entonces por oficio honorable el cuidado de un bananal ajeno, y poco menos lícito el de pescar vigas.

¡Linda! repitió el otro. ¡Cuánto ruido! , mucho ruido asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante. Candiyú admiraba los nuevos discos: ¿Te costó mucho a usted, patrón? Costó... qué? Ese hablero... los mozos que cantan. La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró. El contador comercial surgía.

Candiyú vive en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su hígado es aún capaz de combinar cualquier cosa después del último ataque de fiebre, en diciembre pasado, debe vivir todavía unos meses más. Pasa ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto.

El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo. Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la Yerba Company, donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta. Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través delante del chorro de luz, y mirar a otra parte.

Las maderas habían comenzado a descender, pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas. Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí.

Palabra del Dia

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