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Actualizado: 11 de junio de 2025


La hermosa cabeza inclinada a un lado, los ojos medio cerrados, la boca entreabierta, dilatada por una sonrisa feliz, donde todo su ser se anegaba, parecía la bayadera del Oriente ostentando con arrobo místico en la soledad y misterio del templo la suprema gracia de su carne dorada como las hojas del loto en el otoño, el brillo fascinador de sus ojos.

Sin pan y sin esperanza, y sola en el mundo, sola; en los principios viviendo, con llanto, de las limosnas; rechazando altiva y pura, si la buscó, á la deshonra; brava su sino arrostrando, errante como una hoja que del árbol desprendida va allí donde el viento sopla; con su tesoro cargada, y libre como una alondra, danzando cual bayadera, cantando cual trovadora, diciendo las buenas hadas en natalicios y bodas; vendiendo filtros de amores y oraciones milagrosas; ornando con oropeles, collares y falsas joyas su portentosa hermosura; sin más amor que su ansiosa pasion por su pobre hijo; por valles, cerros y lomas, parando en las alquerías, en las villas populosas, y en las altivas ciudades que de torres se coronan; marchitando su hermosura las fatigas, las zozobras, y de su llanto apenado la corriente silenciosa, y de su dormir inquieto las sombras aterradoras, á la juventud viril llegó de Ataide, ya rotas sus fuerzas, su juventud, y con canas presurosas la pálida frente ornada, anciana ya áun siendo moza.

Amaba como un patriarca de la Biblia, sorprendido en el ambiente tranquilo de su tienda por las gracias felinas de una bayadera asiática. Había acabado por arrancar á Judith de su vida de aventuras, por instalarla definitivamente en Madrid, como una señora tranquila que vive de sus rentas.

Palabra del Dia

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