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Entre uno de los montones de paja se movia un pequeño objeto revolcándose sobre algunos harapos: un grito agudo me hizo ver que era un niño. Muy cerca estaba sobre otro monton de tamo una vieja tullida que pocos momentos despues se arrastró sobre las manos y las rodillas para recoger la limosna que mi compañero le arrojó desde la escalera.

Poco a poco, y ayudando a ello lo muy distraída que Amparo andaba, volvió Chinto a amarrarse al antiguo yugo, a obedecer ciegamente a la despótica voz de la tullida; hízole los recados, le arregló el cuarto, le trajo remedios, le dio unturas.

Serían las once cuando la señora Pepa se presentó en el cuarto de la tullida, enjugándose el rostro con el reverso de la mano. Sobre su frente baja y achatada, y en su grosera faz de Cibeles de granito, se advertía una preocupación, una sombra. ¿Cómo va?

Pareció el nuevo sistema muy ventajoso y cómodo a la tullida, que venía a estar como si tuviese dos hijos y ambos ganasen para sustentarla. Pero Amparo vivía inquieta habiendo advertido cierto peregrino cambio en la actitud y modales de Chinto.

Al regresar contó a su madre lo ocurrido, y con no pequeña admiración oyó que la impedida la reprendía por no haber aceptado la propuesta matrimonial; y es el caso que la lógica de la tullida parecía contundente.