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En las casas inmediatas á los caminos de esta tierra estéril, los dueños evitaban pintar sus cercas de verde, pues los pobres animales, engañados por el color, empezaban á roer los barrotes de madera, tomándolos por vegetales surgidos del suelo. Rosalindo acabó por adquirir el mismo aspecto de los obreros del país. Ya no quedaba nada en él del gaucho salteño.

De lejos, estas alas hacían del pobre jaco una caricatura del caballo de las Musas. Los dos orgullos del joven salteño eran su cabalgadura y su nombre. El nombre lo debía á una mestiza sentimental que había estudiado para maestra en la ciudad, llevando al pueblecito de los Andes el producto de sus desordenadas lecturas.

La difunta desapareció con su niño, como si la hubiesen tranquilizado estas promesas. Huía tal vez igualmente de los gritos y blasfemias de los otros obreros, que habían sido despertados por Rosalindo al hablar en voz alta. Estaban irritados contra el salteño porque todas las noches mostraba predilección en su borrachera por conversar con una mujer invisible.

Para representar dignamente á los convecinos pidió prestadas unas grandes espuelas que, según tradición, habían pertenecido á cierto gaucho salteño de los que á las órdenes de Güemes combatieron contra los españoles por la independencia del país.