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Actualizado: 26 de septiembre de 2025
Le decía que la había puesto en un compromiso serio, que su corazón le estaba pidiendo una cosa y que le era imposible escucharle; que obstáculos gravísimos le impedían responder como quisiera, etc.; una serie de palabras melosas para disfrazar unas calabazas muy amargas.
A la media docena de exclamaciones melosas sonaron simultáneamente dos carcajadas, y en seguida dijo don Juan: Cristeta, vida mía, esto me parece el colmo de la ridiculez. A mí también: tu voz suena como silbido de mirlo. Pues abre la puerta. ¡Calla, loco! Nada más que entornada. ¿Para qué? Tú lo has dicho: para no ponernos en ridículo ante nosotros mismos. Sí, pero, ¿y luego? Tengamos juicio.
Se hallaba sentada en un rincón, teniendo a su lado a Jaime Moro, bien a la vista de D. Pedro. Moro, distraído como siempre. La esposa de Quiñones necesitaba hacer prodigios de habilidad para sostener la conversación, le sonreía, le mimaba, le envolvía en una red de palabras melosas, que acentuaba fuertemente con la sonrisa a fin de llamar la atención de D. Pedro.
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