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Al fin, casi a viva fuerza, entre los aplausos frenéticos del corro, Cuervo, el hercúleo alférez de la primera, levanta en brazos a la Niña y la sienta en la tabla. ¡Agárrate bien, Nuncia! le grita Paco Gómez, mientras el citado alférez y algunos otros amigos empiezan a mecerla. ¡Suave, suave! exclama Carmelita. No hay cuidado; así lo hacen, porque temen dar con ella en tierra.

Estaba triste, después de los primeros asombros del viaje, y, al oírla suspirar debajo de su gran velo echado y murmurar palabras ahogadas que parecían quejas o plegarias, la compadecía con todo mi corazón. Hubiera querido mecerla en mis rodillas y consolarla con palabras acariciadoras como a un niño a quien se duerme para que no sufra.

Por último, recelando cansarla, la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre. ¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!... ¿De qué?

Nuestra hija se curará, estoy segura. Me ha hecho pasar, no obstante, quince noches desagradables en esta ciudad de Corfú. No se decidía a dormir y tenía que mecerla como a un niño. Comía únicamente por darme gusto; nada le apetecía, y cuando no se come, se acaban las fuerzas. No le quedaba más que un soplo de vida presto a extinguirse a cada instante, pero yo no desesperaba nunca.