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Bautista gritaba irónicamente a cada paso: ¡Abaco el extranquero! Zalacaín pensaba en el giro que tomaría aquella guerra así iniciada y en lo que podría influir en sus amores con Catalina. Una noche de invierno marchaban tres hombres con cuatro magníficas mulas cargadas con grandes fardos. Salidos de Zaro por la tarde, se dirigían hacia los altos del monte Larrun.

Después de cenar en la borda, los tres hombres sacaron las muías y continuaron el viaje subiendo por el monte Larrun. Era la noche fría, comenzaba a nevar. En los caminos y sendas, llenos de lodo, se resbalaban los pies; a veces una mula entraba en un charco hasta el vientre y a fuerza de fuerzas se lograba sacarla del aprieto. Los animales llevaban mucho peso.

Era una canción al mismo tiempo alegre y melancólica, monótona y llena de variaciones. Pasamos por delante de Biarritz, con sus rocas, y comenzamos a avanzar por delante de esa línea de dunas blancas que forma la costa vasco-francesa hasta llegar al promontorio pizarroso de Socoa. Larrun apareció cortando el cielo, y más lejos, los montes de España.

Conocían también, palmo a palmo, las veredas que van por las vertientes del monte Larrun y no había misterios para ellos hacia el lado Este de Navarra en esas praderas altas, metidas entre los bosques de Irati y de Ori. La vida de Capistun y Martín era accidentada y peligrosa. Para Martín, la consigna del viejo Tellagorri era la norma de su vida.