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Una góndola me condujo desde el desembarcadero del camino de hierro, al hotel de la Luna, donde permanecí.

En la larga fila de vehículos estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una familia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas o amarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menor desigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegante de la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitad de su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede, y otro en la aristocracia, hacia donde va.

Pasearían por los estrechos canales, solitarios y silenciosos, tendidos en la camareta de la góndola, acariciándose entre risas, compadeciendo a los que pasasen los puentes sin adivinar que por bajo de sus pies se deslizaba el amor... Pero Venecia es triste; cuando la lluvia se decide a caer, no se cansa nunca. Mejor era Nápoles; , Nápoles. ¡Viva!

Yo, al llegar en mi góndola al pié de la iglesia del Redentor, pregunté á un hombre que se aproximó, como hacen siempre que las góndolas tocan en la orilla, le pregunté, digo, cuál era la funcion que se celebraba aquel dia. El hombre á quien me dirijí era un venerable anciano, pobremente cubierto con un raido traje.

La carretela no llevaba cascabeles, pero los caballos de la Góndola ... ¿O serían cigarras, grillos... ranas... cualquier cosa de las que cantan en el campo acompañando el silencio de la noche?... No... no; eran cascabeles, ahora estaba seguro... ya sonaban más cerca, con cierto compás... cada vez más cerca.