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Actualizado: 10 de julio de 2025
Cuando Pablo Aquiles volvió del cementerio, se encerró en el despacho de su padre; la idea de que hubiera hecho testamento le preocupaba. Buscó y rebuscó sin encontrar nada; nada había tampoco en el armario de caoba, que registró luego, tapándose las narices a causa del olor desagradable de ácido fénico, que saturaba la atmósfera del cuarto mortuorio.
Algunas veces se declararon en Santiago epidemias muy serias, y el Apóstol no daba abasto haciendo milagros. Fue entonces cuando se inventó el botafumeiro, «rey de los incensarios», como le llama Víctor Hugo. El botafumeiro no fue en sus orígenes un objeto litúrgico, sino, sencillamente, un aparato de desinfección. Lo cargaban con incienso porque todavía no existía el ácido fénico.
A cierta hora, dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que apestaba a fénico, entre dos potes de este líquido; después se restregaba los ojos y estiraba los brazos y el cuerpo todo, tardando lo menos cinco minutos en aquel desperezo que activaba la circulación de su poca sangre. Cogía el hongo que de una percha colgaba, y a la calle.
La leche es muy buena, en efecto respondió el microbio local ; pero ¿y el ácido fénico? ¿El ácido fénico? exclamó el microbio de la gripe . ¿Pero usted cree en el ácido fénico? ¡Hombre! Los médicos aseguran... ¿Pero es que cree usted en los médicos?... Que un hombre crea en los médicos, pase. Lo inconcebible es que un microbio, que está en el secreto de estas cosas, les haga caso ninguno.
Por mi parte, le aseguro a usted que el ácido fénico me hace engordar y que su aroma me parece exquisito. Desengáñese usted, querido colega. El ácido fénico sólo es desagradable para los hombres... ¿Y piensa usted quedarse mucho tiempo por aquí? Verá usted. Yo he venido a reponerme. He sufrido mucho en mis correrías por el mundo.
Palabra del Dia
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