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Era el ardor del neófito que asusta al maestro, la audacia del renegado que quiere borrar con tremendas exageraciones el recuerdo de su historia. Además, se creía con derechos absolutos sobre la persona y los bienes de su catequista, y miraba con hostilidad a la pareja que vivía con el señor Vicente, sospechando que le despojaban de una parte de lo que consideraba como suyo.

Isidro, adivinando la hostilidad del zapatero, le acogía con duro gesto cuando se presentaba en la casa buscando al señor Vicente. Se burlaba de su religiosidad feroz; presentía el despotismo que ejercía sobre el catequista, el abuso que hacía de su cualidad de alma redimida por el sencillo hermano.

Pronta como un rayo, y con fuerzas que duplicaba la cólera, Amparo desbarató la encuadernada Biblia, hizo añicos las hojas volantes, y lo disparó todo a la cara afilada del catequista y a la rubicunda del silencioso inglés, los cuales, habituados, sin duda, a tal género de escenas, volvieron grupas y trataron de escurrirse lo más pronto posible entre el concurso.

Y arrastrado por su afán de catequista, añadió: Lo que usted debe hacer, señor de Maltrana, es ponerse bien con Dios; dar a ese ángel de bondad que vive con usted lo que le pertenece: unirse a ella como dispone la Santa Madre Iglesia. Isidro adivinó lo que el hermano quería decir. Se había enterado de que él y Feli no eran casados.