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Actualizado: 12 de julio de 2025
En efecto: los aullidos cesaron, y Pomerantzev escribió un extenso relato de lo que había ocurrido y se lo envió al Santo Sínodo, que, por mediación del doctor, le contestó dándole las gracias.
La primera noche que pasaron en las playas del continente australiano transcurrió en calma, a pesar de las amenazas del antropófago. Sólo los lúgubres aullidos de los dingos turbaron el silencio que reinaba en el campamento. Habían pasado cinco días.
Aunque la noche estaba muy tranquila y el cielo tachonado de innumerables estrellas, el frío era tan intenso que había cerca de una pulgada de escarcha en los cristales. Fuera se oía el «¿quién vive?» de los centinelas, las pisadas de las patrullas, y, en las cumbres de alrededor, los aullidos de los lobos, que seguían a nuestros ejércitos por centenares desde 1812.
Apenas entramos al cementerio, echamos los cerrojos de sus pórticos, para que los famélicos lobos innumerables quedasen al otro lado. Sus aullidos formaban un trueno infinito. Tuvimos que echar a vuelo todas las campanas del cementerio, las colosales campanas de bronce del cementerio, para cubrir el trueno de sus aullidos.
Palabra del Dia
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