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El templo, adornado como ya sabemos por lo más selecto de la sociedad femenina de Peñascosa, estaba deslumbrante de lentejuelas, arañas y cirios. El día anterior había llegado una exigua orquesta de Lancia, compuesta de dos violines, una viola, un violoncello y un contrabajo, y con ella tres o cuatro cantores de la catedral.

Sobre uno de los lienzos de la tapia se alzaban los palos de los barcos del muelle, que con sus numerosos cables, enlazándose y cruzándose en todos sentidos, semejaban de lejos arañas monstruosas. Una gran puerta enrejada de hierro ponía en comunicación a la huerta con el muelle.

Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre, fijándose en la muñeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vió que de esta muñeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordar los filamentos al final de los cuales se balancean las arañas. También al extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie de araña enorme y susurrante.

El teatro de Milianah no es otra cosa que un antiguo almacén de forrajes, transformado bien o mal en sala de espectáculos. Enormes quinqués que se llenan de aceite durante los entreactos, hacen oficio de arañas. La cazuela está de pie, la orquesta en bancos. Las galerías están muy orgullosas porque tienen sillas de paja... Rodea a la sala un largo pasillo, obscuro, sin entarimar.