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Tus padres están en un caserío de la familia Aguirre, ¿verdad? Si, señor. ¿Les tienes cariño a los de tu casa? , señor. ¿A la señora y a las señoritas? -Si, señor. ¿Y al señorito Juan? También. Y la muchacha se ruborizó. Yo continué con mis preguntas. ¿No quieres marcharte de Aguirreche? No, señor. ¿No tienes confianza en ?

Mi madre se pasaba casi todo el día con mi abuela; pero no quería ir a vivir con ella, conociendo de sobra el carácter dominador y absorbente de doña Celestina. La casa de mi abuela se llamaba Aguirreche, en vascuence, Casa de Aguirre, y era, y sigue siendo, de las mejores del pueblo.

Era así: Orra Mari Domingui Beguira orri Gurequin naidubela Belena etorri. Y la Curriqui seguía: Gurequin naibadezu Belena etorri Atera bearco dezu Gona zar hori. El público de pescadores y de chicos celebraba estos detalles naturalistas. La Curriqui volvía el día de Reyes a su escenario de Aguírreche, con una capa blanca y una corona de latón, a cantar otras canciones.

En Aguirreche, en su cuarto, la tía Úrsula guardaba libros e ilustraciones con grabados, españoles y franceses, en donde se narraban batallas navales, piraterías, evasiones célebres y viajes de los grandes navegantes. Estos libros debían de haber estado en alguna cueva, porque echaban olor a humedad y tenían las pastas carcomidas por las puntas.

Entre ellas, Aguirreche, la de mi abuela, convertida hoy en casa de pescadores; se destaca por su magnitud, con las ventanas y balcones atestados de ropas puestas a secar, de aparejos con corchos y anzuelos. Ahí siguen todas esas viejas casas bien agarradas al suelo, con sus negros paredones y sus tejados llenos de pedruscos.