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Se animan y andan, y a medida que accionan y discurren se advierte en ellos las modalidades de sus tendencias, de sus estados de alma, según las condiciones que los determina. Son seres reales, por eso viven en la novela, porque antes vivieron en la realidad, donde fueron sorprendidos. De pronto parece que se va a dar con ellos. Tal es la impresión de su verdad esencial.

Y Verdú es un bello ejemplar de esos hombres-fuerzas que cantan, ríen, se apasionan, luchan, caen en desesperaciones hondas, se exaltan en alegrías súbitas; de uno de esos hombres que accionan fáciles, que caminan rápidos, que hablan tumultuosos, que dicen jovialmente a los necesitados: «¡Ah! , , desde luego», que tienden los brazos para abrazar desde la segunda entrevista, que piensan sinceramente al recibir la ofensa: «Soy yo, soy yo el que tiene la culpa», que suben sesenta escalones, y otros sesenta, y otros cincuenta para hacer un favor al amigo del amigo de un amigo, que contestan las cartas a correo vuelto, que lanzan largos telegramas entusiastas por nimias felicitaciones, que son buenos, que son sencillos, que son grandes.

El monte está representado en medio de la plaza por un tablado cubierto de verdura. Abrahán e Isaac no hablan; sólo accionan. Cuando Abrahán tiene ya levantada la cuchilla para sacrificar a su hijo, el ángel le detiene cantando un romance. Isaac recibe entonces la palma del martirio, que ostenta en las procesiones de los días siguientes. Abrahán sacrifica un cordero, según los antiguos ritos.

Se aproximaron a él, en espera de los cigarrillos con que acompañaba sus apariciones, y poco a poco lo fueron llevando hacia el castillo de proa. Un hombretón se levantó del suelo, tendiéndole la mano con ese aire protector de ciertos jaques que hablan y accionan lo mismo que si perdonasen la vida al que los escucha.