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El sol había traspuesto ya bastante el mediodía. Máxima propuso que saliesen a dar una vuelta por la romería. Andrés y Rosa accedieron gustosos. El campo estaba animado sobre todo encomio: aquí danza, allí fandango, en otro lado merienda. La muchedumbre bullía por todas partes con ruidosa algazara. Nuestros jóvenes cruzaron por el medio lentamente, parándose a contemplar las danzas o las mesas de confites, donde Andrés convidaba a sus compañeras. La gente los miraba con curiosidad. Andrés, que se había despojado del gabán, vestía chaqueta corta y ceñida, pantalón estrecho y sombrero hongo. De suerte que, con un ñudoso garrote en la mano, más parecía jándalo recién llegado de Jerez que el poeta delicado de los salones cortesanos, y formaba con Rosa muy linda y concertada pareja. Aquélla marchaba a su lado con inocente orgullo, risueña y feliz, como una novia que viene de la iglesia mostrando a su esposo.

Otra cosa había propuesto también el primogénito, a la que accedieron gustosos los otros dos hermanos. Cuando murió D. Nicolás Rubín, todos los ingleses cobraron con las existencias de la tienda, a excepción de uno, que había sido el mejor y más fiel amigo del difunto en sus días buenos y malos.

Unos refunfuñando, y otros de buen grado; por miedo los pusilánimes, y los exaltados porque en los ojos de Gasparón adivinaron algo tremendo y misterioso, todos accedieron a su ruego; y la reunión se disolvió enseguida, semejante a una de esas tormentas que llevan en su seno el rayo y no lo lanzan a la tierra.