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Ni Pablo Aquiles ni las niñas sabían nada, y si Pablo Aquiles lo había oído, no lo creía, más por repugnancia de semejante parentesco, que por falta de convicción o sobra de dudas; pero, como de casi todas las baraúndas domésticas era el niño el principal causante, por ser correo de chismes y tejedor de embustes, cuando el viejo estaba en la calle y la cara aceitunada de Pepa, la madre, no estaba delante, entre Pablo y Gregoria y Gregoria y Casilda le daban tal vuelta de azotes y rociada de moquetes, que quedaba el chico hecho un ecce homo, sin temor a las reclamaciones y reconvenciones posteriores. ¡Cosa rara! la madre, en estas circunstancias y en otras y en todas, no olvidaba su papel de mujer reposada, que todo lo tiene previsto y resuelto; cuidadosa de no ponerse mal con los niños, evitando todo choque con habilidad estudiada, acudía a calmar al inocente con un par de sonoras palmadas, que daban fin al asunto, aunque no al llanto de la víctima.

Hay que dispensarlo, hijito; si ya sabes que esto no es el Café de París; no podemos dártelo mejor. La tía callaba. Pampa, aturdidamente, al presentarle un plato, pisó un pie del niño, y éste, que reventaba de mal humor, levantóse entonces hecho una fiera y se arrojó sobre la india, dándole de moquetes brutales. ¡Ay, niño! ¡ay, niño! clamaba la infeliz.

Cuando el viejo se enteró de la escapatoria de su hija, tuvo un acceso de coraje tal, que todos en la casa creyeron llegada su última hora, pero pasado el ciclón de gritos y juramentos y la granizada de moquetes que descargó a ciegas y que alcanzó hasta al mismo chico de la Pepa, se calmó, aparentemente por lo menos, y ni volvió a hablar ni hizo cosa alguna que con el asunto se refiriese.