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En el fondo del abismo se extendía una gran nube blanca; a través de aquella nube se veía una lucecilla agitarse sobre la ladera de «El Encinar» y no se veía más; pero cuando a veces soplaba el viento, el incendio aparecía: los dos altos mojinetes, negros: el granero, incendiado; los establos pequeños, ardiendo; luego, todo desaparecía otra vez.

Al cabo de un cuarto de hora se elevaron millares de chispas y el edificio se hundió. Sólo quedaron en pie los negros mojinetes. Volvió la comitiva a ponerse en marcha y continuó la ascensión por el sendero. En el momento de llegar a la explanada superior, oyose la voz agria de Hexe-Baizel que gritaba: ¿Eres , Catalina? ¡Ah! ¡Nunca hubiera creído que vendrías a verme a mi pobre tugurio!

A lo lejos, en el valle, se dibujaban con una limpidez extraordinaria las flechas de los abetos, los lomos rojizos de las rocas, los tejados de los caseríos, con sus estalactitas de hielo pendientes de las tejas, sus ventanillas centelleantes y sus agudos mojinetes.

Unas treinta casitas, con tejados de madera cubiertos de obscuras siemprevivas, se alinean a lo largo del Sarre; de ellas se ven los mojinetes llenos de yedra y de madreselvas marchitas pues ya se acerca el invierno , las colmenas cerradas con haces de paja, los jardinillos, las empalizadas y los setos que separan unas viviendas de otras.