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Manos a la obra. Lo primero era romper la primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nueva la calderilla, con más de dos pesetas en perros que al objeto había cambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido era cosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama, con las dos huchas sobre esta, acariciando suavemente la que iba a ser víctima.

Alguna vez llegó hasta cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá por la virtud del ahorro que por las otras. «Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa Engracia hay huchas exactamente iguales.

¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia? preguntole Rubín. Eso pienso. Si sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las once en punto. Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo nada. Y esta tarde, ¿sale usted? preguntó luego deseando que su tía saliese antes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, la sustitución de las huchas.

Empezó por asegurarse de la curiosidad de Papitos, echando la llave a la puerta después de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propia conciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada como nefando delito? Comparó las dos huchas, observando con satisfacción que eran exactamente iguales en volumen y en el color del barro. No era posible que nadie adviniese la sustitución.