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A los tres días, pocas horas antes de expirar el plazo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse para el combate, sonaron las trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor, con la visera calada y la lanza en la cuja. En alta y sonora voz proclamó la inocencia de D. Fruela, llamó calumniadores a los que le acusaban, y retó a los tres, o sucesivamente o juntos contra él solo.

Desde muy niño, desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había criado en el castillo del terrible D. Fruela, poderoso magnate de la montaña. El castillo estaba en una altura muy cerca de la costa.

En un día en que salieron de caza con D. Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fue a perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para salvarla, y acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. Plácido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en sus brazos.

Tres caballeros de la casa de D. Raimundo estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los defensores de D. Fruela, el cual había apelado al Juicio de Dios. Pero D. Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era D. Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo.